Letrinaseptiembre (PDF)




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LETRINA

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Número 8

Septiembre 2016

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Número 8

Septiembre 2016

LETRINA

Número 8

Septiembre 2016

Daniel Cardona Ochoa

TYSON
Lo llaman Tyson por dos razones.
La primera es porque ese es el nombre que aparece en su documento
de identidad.
La segunda porque dicen que ha matado a cuatro personas con sus
puños.
Trabaja como conductor para el hijo del mafioso del pueblo, carga
una pistola automática que nunca ha utilizado y su nariz es tan
ancha como la de un búfalo bramando.
Dicen que como los tiburones, Tyson es capaz de oler el miedo.
Creo que es cierto porque aunque aún no lo tengo frente a mí ya
estoy empezando a perder la calma.
Todavía puedo controlar el temblor que se quiere apoderar de mi
cuerpo

pero

esto

es

solo

una

ilusión.

En

cualquier

instante

comenzaré a sacudirme como gelatina.
No sé cómo se consiguió mi número telefónico, pero ayer recibí su
llamada.
No tardó demasiado “Mañana, siete a.m., en la cancha del coliseo”.
Luego colgó.
Y aquí estoy, sentado en las gradas de una cancha de basket,
mirando el reloj ubicado sobre la cesta.
Seis y cincuenta y seis.
No tengo idea de por qué estoy aquí. No ando metido en negocios
turbios y solo he visto a Tyson de lejos, una vez en la disco del
pueblo y un par de veces al pasar en el Ferrari que conduce.
Seis y cincuenta y siete.
No hace calor pero mi camiseta está totalmente mojada.
corazonada siempre fue algo abstracto para mí.

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La palabra

Ahora parece que

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yo la hubiera inventado.
Seis y cincuenta y ocho.
Llegué hace media hora. No quise tomar el riesgo de llegar tarde.
Cuando estos tios te quieren lastimar cualquier excusa es válida y
por un retraso podrían descuartizarte.

Una falta de respeto es

imperdonable.
Seis y cincuenta y nueve.
A lo mejor me ha confundido con alguien.

Tal vez simplemente no

le gusta mi cara y eso es motivo suficiente para despedirte de
este lugar.
Siete en punto.
La puerta de la sala de basket rechina al abrirse.
me mira y no dice nada.
demasiado lento.

Tyson entra,

Camina hacia uno de los camerinos a paso

Lleva gafas oscuras, un traje elegante y un

maletín grande en el que pueden caber varias herramientas y una
cabeza de tu tamaño.
Lo veo entrar al vestier y la escena de la bodega de Reservoir
Dogs se pasa por mi cabeza.
Esto no me gusta. Puedo salir corriendo pero sería peor.
tomaría contra mi

familia. E

igual

me

encontraría

y

me

La
haría

sufrir el doble.
Cierro los ojos y rezo la única oración que conozco.
Este lugar me resulta ambiguo. Es mi pasado, mi presente y mi
futuro.

Aquí jugábamos de chicos contra los muchachos de color a

quienes

nunca

pudimos

vencer.

Siempre

me

daban

la

mano

al

finalizar el partido, solo a mí. Nunca supe por qué.
Siete y un minuto.
Siento

abrirse

la

puerta

del

camerino.

repetitivo se mete por mis oídos.

Un

boom

boom

lento

y

Imagino un martillo rompiendo

las paredes del recinto. También los puños de Tyson destrozando el
concreto como maquina demoledora.
Abro los ojos.
Un balón naranjado se acerca hacia donde estoy, rebotando.
Boom Boom.

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El eco de un balón de basket en un recinto cerrado es cosa jodida.
Cerca de la cesta está Tyson esperándome, lleva pantalón corto,
Reebooks blancos con cámara de aire y camiseta de Michael Jordan.
Dicen que los grandes boxeadores siempre le ofrecen la revancha a
quienes lo merecen y algo me dice que Tyson alguna vez apretó mi
mano.
Tomo el balón y lo miro a los ojos con la mirada del tigre, como
lo hizo Rocky contra Apollo.
Tyson sonríe.
Suena la campana.

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Septiembre 2016

Carlos Wilfredo Trejo

EL ADIOS
Las despedidas no tienen nada de glamoroso. No hay cámara lenta ni
viento que agite el cabello de la chica. No hay música ni imágenes
en colores sepia. No hay un hombre estirando su mano con suavidad
intentando detener a su pareja. No hay público secándose los ojos
con pañuelos. Todo eso es un invento del cine. Maldito cine que nos
llena la cabeza con mentiras.
Lo que hay es silencio. Corazones que se encogen y callan a
causa del orgullo; un instante tan breve que al nomás suceder se
acaba. Hay dientes apretados, dedos en puños, pensamientos veloces
que jamás se convierten en palabras. Un instante que se repasará en
la memoria una y otra vez mientras los protagonistas se preguntan
¿por qué? Muchos tipos de por qué. En las despedidas sólo hay vacío.
Así sucedió con Eugenio y su novia.
Se dijeron adiós en el patio de la escuela, después de la
última clase. Eugenio se quedó ahí, mirándola mientras ella se subía
en el coche con su mamá. Sé que quería ir tras ella. Debí darle un
empujón, decirle que fuera, que no se detuviera, pero no lo hice.
Nadie más notó lo que estaba sucediendo, sólo nosotros. La tarde era
soleada y el viento soplaba fresco. No había nada triste en el
ambiente, no hubo lluvia ni nubes grises. Sólo Eugenio de pie a la
salida de la escuela y yo junto a él, en silencio, pensando que
debía llega a casa a bolear mis zapatos.
No recuerdo la última vez que me dijeron adiós. Recuerdo lo que
sentí, lo asfixiado, lo mucho que me dolía siquiera tener los ojos
abiertos y lo mucho que quería quedarme en cama mirando caricaturas.
Pero ahora, si intento volver a sentir eso, ya no puedo. Es como si
alguien

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me

hubiera

lavado

toda

la

tristeza.

Recuerdo

los

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sentimientos. Al menos ahora ya no duele. Es parecido a mirar el
dolor desde lejos, desde un sitio seguro. Sé que lo mismo sucederá
en algún momento con Eugenio.
¿Quieres una cerveza? dije. Es lo único que se me ocurrió
decir.
Sentados a la mesa, una enorme, metálico, con un logotipo de
cerveza

al

centro,

rodeados

de

más

estudiantes

como

nosotros,

escuchando música norteña; mientras sorbemos de nuestras botellas
sin decirnos nada —en momentos como este lo que menos quieres es que
alguien te dé “buenos consejos”—, mientras Eugenio fija la mirada en
la mesa y con la punta de su pulgar juega con una servilleta y yo
mastico chicharrones bañados en salsa picante y trato de pensar en
algo que sirva para distraerlo, para que ya no piense en lo que
acaba de suceder, ambos nos miramos a los ojos y nos reconocemos el
uno

en

el

otro

—somos

el

presente

y

el

futuro

de

un

mismo

sentimiento.
Su cabello olía a chicle, dice Eugenio. Creo que jamás podré
volver a masticar chicle sin pensar en ella.
Me quedo repitiendo en voz baja lo que acaba de decir. Y poco a
poco me voy sintiendo igual, triste, y entonces me entran muchas
ganas de volver a casa y no despertar hasta el lunes.

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